Sevilla, una ciudad de tradición botánica
Sevilla es conocida por su rica historia y patrimonio cultural. Con su fundación atribuida a Hércules y casi 3.000 años de edad, la ciudad ha sido testigo de la evolución del mundo y del paso de numerosas civilizaciones, desde el primigenio asentamiento tartésico a la Híspalis romana, y esta en la Isbiliya musulmana, hasta convertirse en la ciudad vibrante y acogedora que conocemos hoy. Aunque Sevilla es frecuentemente asociada con sus famosas fiestas y tradiciones populares, también es un lugar donde la ciencia y el conocimiento han florecido a lo largo de los siglos. Y la botánica no es una excepción.
Ya en época visigoda, San Isidoro de Sevilla recogería unas 300 plantas y sus usos medicinales en su obra “Etimologías” (625 d.C.). Posteriormente, con su papel de puente entre Europa y América durante los siglos XVI y XVII, Sevilla se convirtió en el escenario de innovaciones pioneras en el conocimiento del mundo vegetal. Hernando Colón y Nicolás Monardes, figuras clave en este contexto, establecieron en Sevilla algunos de los primeros jardines botánicos de nuestro país.
Placa que conmemora la ubicación del jardín botánico de Nicolás Monardes en la calle Sierpes.
De hecho, sería Monardes, médico y botánico sevillano, quien diera a conocer por vez primera para Occidente las plantas del continente americano en su obra “Historia medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales” (1565). Ya en el s. XVIII en Sevilla se formará académicamente el afamado botánico ilustrado José Celestino Mutis, que más adelante sería comisionado para el estudio de las plantas de la entonces Nueva Granada (Colombia).
En tiempos más recientes, Sevilla ha seguido siendo protagonista en el avance de la botánica española. La obra Flora Vascular de Andalucía Occidental, publicada en 1987 por esta institución y editada por Benito Valdés, Salvador Talavera y Emilio Fernández-Galiano, sentó las bases de la descripción moderna de la flora de nuestro país. Este trabajo hercúleo, pionero por su exhaustividad, sirvió de inspiración para la monumental obra Flora Iberica, liderada por Santiago Castroviejo y referencia fundamental para el estudio de la biodiversidad en la península. Los equipos de botánicos de las Universidades de Sevilla y más recientemente de la Pablo de Olavide serían de nuevo fundamentales para la culminación de esta otra obra, teniendo un papel primordial en la consecución de tratamientos para familias tan complejas como las Boragináceas, las Compuestas, las Ciperáceas, las Gramíneas, las Juncáceas, las Leguminosas o las Potamogetonáceas.
Primer tomo de la obra Flora Vascular de Andalucía Occidental.
Más allá del mundo académico, las plantas en Sevilla son una parte constituyente de su historia, paisaje y cultura.
Sevilla alberga parques y jardines históricos[1] de gran importancia y belleza. Parte del Patrimonio de la Humanidad de la ciudad son los Jardines de los Reales Alcázares, con interesantes exponentes de jardinería renacentista de inspiración francesa y jardines naturalistas de estilo inglés. Las huertas y terrenos al sur de este palacio se constituirían más adelante en los Jardines de San Telmo, parte de los cuales hoy conocemos como uno de los jardines históricos más importantes de España: el Parque María Luisa, que recibe el nombre de la malograda Infanta María Luisa, quien donaría los jardines a la Ciudad a finales del s. XIX. Ya durante la Expo’92 se crearía el primer parque con especies autóctonas: el Parque del Alamillo, en el límite norte de Sevilla. Con una importante contribución en su diseño por parte del conocido botánico Benito Valdés, hijo adoptivo de Sevilla, por primera vez los habitantes de la ciudad vieron cómo encinas, alcornoques, acebuches y palmitos, plantas de los campos circundantes, pasaban a formar parte de sus vidas cotidianas en la que ahora es una de las áreas de esparcimiento más importantes.
Un importante número de árboles singulares[2] se encuentran en estos parques, así como en calles y plazas de la Ciudad. Algunos tan impresionantes como el conocido ombú de Hernando Colón (Phytolacca dioica) en el monasterio de La Cartuja, varias veces centenario, del que la leyenda cuenta que fue sembrado por el hijo del almirante Cristóbal Colón. O el icónico ciprés calvo de la Glorieta de Bécquer (Taxodium distichum), en el parque María Luisa, cuya sombra cobija el bello monumento de Los Amores de Bécquer, promovido por los hermanos Álvarez Quintero. Mención aparte merecen los portentosos ejemplares de Ficus rubiginosa y Ficus microcarpa que llenas no pocas plazas y parques y que nunca pasan desapercibidos para locales ni visitantes.
El impresionante ombú de La Cartuja, al que se le calculan varios cientos de años de edad.
Sin ser exactamente árboles singulares, dos plantas prestan su imagen para ser señas de identidad en nuestras calles: el naranjo amargo (Citrus aurantium) y la jacaranda (Jacaranda mimosifolia). El primero, traído en tiempos de dominio musulmán, es ahora uno de los árboles más icónicos de la ciudad. Viste hermosas calles en el casco histórico, pero también no pocas de los barrios. La floración del azahar perfuma las calles con un intenso aroma que es preludio inequívoco de la primavera. La jacaranda se generalizó durante la Exposición Iberoamericana de 1929. De origen sudamericano, regala a no pocas avenidas de la ciudad un intenso color violeta tras los últimos fríos del año, ya que sus flores brotan intensamente antes de que lo hagan las hojas.
Todo sevillano no se extraña lo más mínimo ante un acerado lleno de naranjas. Ni se intenta comer ninguna.
Un paseo por las calles de Sevilla también nos puede sorprender con curiosidades etnobotánicas pintorescas. Determinadas plantas de uso tradicional y explotación no industrial son frecuentes en la venta callejera ambulante, como el palodú (rizomas del regaliz -Glycyrrhiza glabra-), la tagarnina (hojas tiernas del cardo Scolymus sp.), los higos chumbos (Opuntia ficus-indica) o el aromático tomillo andaluz (Thymbra capitata), entre otras. Las vistosas y coloridas sillas utilizadas en las casetas de feria o en tablaos flamencos han sido tradicionalmente elaboradas con hojas de enea (Typha dominguensis). Y en Semana Santa, los balcones y calles se llenan de palmas blancas (Phoenix sp.) y ramas de olivo (Olea europaea) para rememorar la entrada de Jesús en Jerusalén como preludio a la Pasión.
Las plantas permean incluso en aspectos menos evidentes en Sevilla. Así, el callejero recoge no pocos nombres vegetales, algunos desde hace cientos de años: Azufaifo, Fresa, Lirio, Peral o Pimienta son solo parte de las calles del casco histórico con nombres vegetales. Una de las principales vías de entrada a la ciudad, la Avenida de la Palmera, hace honor a la multitud de datileras (Phoenyx dactylifera) que la jalonan. Los mantos y túnicas de las imágenes religiosas en Semana Santa llevan bordadas nítidas imágenes de acantos, cardos, pasifloras, rosas y palmeras, todas reinterpretadas como signos de virtudes. La propia Giralda está rematada en sus cuatro esquinas por jarras de azucenas, en referencia a la pureza…
Con esta herencia, Sevilla no solo representa una ciudad de singular belleza, sino también un lugar emblemático para la comunidad botánica. Es aquí, en este cruce de caminos entre pasado y futuro, donde celebramos el II Congreso Nacional de Botánica.
¡Os esperamos en Sevilla para seguir escribiendo juntos páginas de la historia de la botánica!
Pedro Jiménez Mejías y Santiago Martín Bravo